domingo, 21 de mayo de 2017

El milagro de Fátima o el efecto ‘bandwagon’

El 13 de mayo de 1917, tres pastorcillos, con ayuda del padre Manuel Nunes Formigão –para algunos el verdadero promotor de todo el fenómeno– arrastraron a unas 70.000 personas a uno de los momentos de alucinación colectiva más masivos del siglo XX

<p>Varias personas miran al cielo durante el Milagro del Sol. Fátima, 3 de octubre de 1917. </p>
Varias personas miran al cielo durante el Milagro del Sol. Fátima, 3 de octubre de 1917.
Illustracao Portugueza
 Tres pastorcillos, Lúcia dos Santos y sus primos Francisco y Jacinta Marto, de diez, nueve y siete años, confesaron a sus padres estar siendo testigos de visitas regulares de la Virgen María. Cinco meses después, el 13 de mayo de 1917, los tres pastorcillos, con ayuda del padre Manuel Nunes Formigão –para algunos el verdadero promotor de todo el fenómeno– iban a arrastrar a unas 70.000 personas al momento de alucinación colectiva más salvaje del siglo XX. En psicología se llama alucinación colectiva, en política efecto bandwagon –carro que lleva a la banda de música en un desfile–, o efecto arrastre, término surgido durante la campaña electoral de Abraham Lincoln, en 1848, para designar a la muchedumbre que se subía a los vistosos carros de propaganda electoral, dando por hecho que sería el candidato elegido y sin tener ni idea de su programa de gobierno. 

Pero si el milagro de Fátima ocurrió a principios del pasado siglo no fue por casualidad. Europa estaba enzarzada en la Primera Guerra Mundial, y Portugal se había metido de cabeza en ella, tanto en el continente europeo como en sus colonias africanas. El país llegó a tener movilizados 200.000 hombres, alrededor del 10% de la población activa masculina. Pero sobre todo eran tiempos aciagos para la Iglesia Católica en países como Portugal, España y, sobre todo, Rusia, donde una revolución en el pensamiento colectivo invadía territorio político, intelectual y espiritual, y relegaba a la religión a un atribulado espacio donde sólo podía ejercer el papel de culpable de todas las miserias pasadas y presentes.

La antaño indiscutible Iglesia Católica vivía una auténtica crisis de fe en Europa. En febrero de 1917 abdicaba el zar Nicolás II, garante de la jerarquía social y del orden religioso en Rusia, y los revolucionarios incendiaban las calle para implantar una forma de gobierno declaradamente anticlerical. En España, el descontento social por la pobreza y la falta de oportunidades se volvía muchas veces contra la Iglesia, alegoría de la indefensión del hombre sencillo e ignorante ante el sistema de clases; se quemaban templos, se atacaban los símbolos católicos más sagrados e incluso se atacaba a monjes, padres, frailes y todo aquel que llevara sotana.

 Si en España existía un conflicto entre el viejo sistema y el que estaba por llegar, en Portugal, a principios de siglo XX, la balanza había caído con el peso de un elefante del lado de la emancipación. En 1910 el nacimiento de la Primera República también trajo la llamada ‘guerra religiosa’: se prohibieron las órdenes y la enseñanza de religión en todas las escuelas, se expulsó a los obispos de sus diócesis, el Estado expropió todos los bienes de la Iglesia, incluyendo las casas parroquiales donde vivían los monjes –lo que los rebajaba al indigno nivel de inquilinos–, se aprobaron las leyes de divorcio, el Registro Civil obligatorio y las Leis da Família –el matrimonio pasaba a ser un mero contrato, se reconocían derechos a los hijos tenidos fuera del matrimonio, así como a la madre, etc.–, se declaró el Estado laico y completamente separado de la Iglesia Católica, la libertad de conciencia y de culto, se prohibió toda práctica litúrgica fuera de los templos... Y la peor de las afrentas para la embutida moral cristiana: las pensiones atribuidas al clero pasarían a ser susceptibles de herencia por parte de sus viudas o hijos, haciendo pública, de forma descarada y algo burlesca, la frecuente ruptura del celibato dentro de toda la estructura sacerdotal.

La Iglesia Católica estaba perdiendo la batalla de las conciencias en Portugal, o al menos eso parecía. En este contexto de guerra religiosa, como en toda refriega, ambos bandos se asestaban golpes, y Fátima significó una devastadora estrategia de contraofensiva ejercida a cañonazos desde la trinchera rural, mucho más numerosa –el 85% de la población–, contra el minoritario, bienintencionado pero desorientado bastión urbano. Tan sólo 6 años antes, Afonso Costa, ministro de Justicia y Cultos, había proclamado para defender la Lei da Separação –divorcio–: “Está admirablemente preparado el pueblo para recibir esta ley; (…) en dos generaciones Portugal habrá eliminado completamente el Catolicismo, que fue la mayor causa de la desgraciada situación en que cayó. ¡Que sepa al menos morir quien vivir no supo!”.

Sin embargo, la población católica del país –el 99,8%, según el censo de 1911– pasaba la infancia y adolescencia escuchando chismes y parábolas sobre vírgenes, santos, milagros, castigos celestiales, fervor piadoso y apariciones, tanto en casa como en la escuela, los pocos que la pisaban. La hermana de Lúcia dos Santos, la mayor de los tres pastorcillos que dijeron ver a la Virgen levitando sobre los inhóspitos pedregales de Cova da Iria, en Fátima, no fue una excepción; más bien superaba la norma y era conocida por su precoz memoria e imaginación. Su hermana Maria dos Anjos contaría tiempo después: “Todas las noches, especialmente en invierno, nuestra madre nos leía un poco del Antiguo Testamento o del Evangelio, otras veces algo de Nuestra Señora de Nazaret o de Lourdes. Cuando fue lo de las apariciones, me acuerdo de ella diciendo toda irritada a Lúcia: ‘como Nuestra Señora apareció en Lourdes o en Nazaret, ¿piensas que también se te va a aparecer a ti?” 

El fenómeno no era nuevo. Ya se contaban otros casos de apariciones o ilusiones colectivas en Portugal, como la de Ortiga o la de Monte Santo. Sólo tres días antes de la primera aparición de 1917 a los tres pastorcillos de Fátima, el pastor Severino Alves, que por aquel entonces contaba con 10 años de edad, juró a su padre que la Virgen se le había aparecido en una enramada mientras cuidaba del rebaño. En la actualidad, el lugar de la virgen de Severino, en Ponte de Barca, junto a la frontera norte con España, sólo cuenta con una pequeña capilla. Ni siquiera tiene una entrada en la Wikipedia. El caso no comenzó a ser investigado hasta pasados 57 años, en 1975, precisamente después de otro momento delicado para la Iglesia: la Revolución de los Claveles. Mala suerte para Severino...tres días después de su epifanía, el caso de los tres pastorcillos de Fátima se iba a llevar la palma.

Se entiende que los milagros han de tratarse con tino, que una aparición está bien, pero dos en el mismo sitio lo único que consigue es banalizar la rareza. Lo que no podía nadie prever era que la Virgen que se apareció a Lúcia, Francisco y Jacinta en aquella tierra sedienta, salpicada de encinas enclenques, estaba destinada a construir el mayor centro mariano de peregrinación de Europa. Como en la guerra de guerrillas urbana, donde un grupo de liberación comete acciones no sólo para desestabilizar al gobierno central, sino también para despertar a la población de su supuesto letargo, las primeras reacciones del gobierno republicano no hicieron sino avivar los ánimos de una población realmente necesitada de milagros. Es lo que se llama estrategia de ‘acción, reacción, repercusión’: pastorcillos ven milagro, sólo unas 50 personas en cuatro meses se acercan por pura curiosidad: acción. El Gobierno los detiene a tenor de su encarnizada represión política: reacción; en octubre, tan sólo cinco meses después de la de los niños, decenas de miles de personas se dan cita alrededor de los pastorcillos para ver el milagro anunciado: repercusión. 

La repercusión fue seria, e iba a ser recordada como el Milagro del Sol. Unas 70.000 personas se trasladaron a Cova da Iria aquel 13 de octubre de 1917, atraídas por las promesas de un milagro que convertiría, por un día, a los portugueses en el pueblo elegido. En un país en el que gran parte de la población tenía a un hijo, un padre, un hermano o un amigo en el frente, no era baladí la posibilidad de ver a la Virgen y rogarle en persona por la salvación propia y la del vecino. Lo que hace único al Milagro del Sol es la cantidad de personas que, sin excepción, aseguraron ver al Sol bailar y hacer cabriolas en el cielo. Además, las distintas versiones que compartieron los asistentes con periodistas e investigadores fueron convergiendo con el tiempo y en pocas semanas todos coincidían en la historia. Todos, niños y ancianos, más o menos ilustrados, más o menos pobres.

Ni siquiera las apariciones de Knock, en Irlanda, o las de Garabandal, en la España de los 60, consiguieron llevar al éxtasis a semejante cantidad de personas y con tanta unanimidad. Por otra parte, echando un vistazo a todas en conjunto lo que subyace es quizá más impactante. La idea nietzscheana de que Dios ha muerto iba más allá de la religión, y en este caso supera la mera justificación mercantilista de fenómenos sociales tan indómitos y homogéneos. Nos permite de alguna forma abaratar los deseos codiciosos del estrato financiero de la Iglesia Católica y devolver a la conciencia colectiva su trascendencia en los engranajes de los acontecimientos. Tanto Fátima, como Lourdes o como Knock, ocurrieron en momentos de la Historia en que las personas veían amenazadas sus creencias, quizá débiles y sin fundamento, pero sin duda tan arraigadas que la posibilidad de una dolorosa ruptura acabó por torcer el argumento natural de forma, al menos hasta hoy, irreversible.

Fuente:  http://ctxt.es/es/20170510/Politica/12681/milagro-fatima-aniversario-historia-religion.htm

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